Quizás combinados de distinta forma; salpimentados con
pretendida espontaneidad.
Pero el aroma rancio del guiso es inconfundible.
Pero el aroma rancio del guiso es inconfundible.
El comensal desprevenido puede destapar la ruidosa
cacerola y encontrarse con un preparado abundante y de buen aspecto. En esa
línea, mas de uno se atreve a entrarle una cucharada.
Pero no es necesario tener el paladar demasiado entrenado
para distinguir el sabor del ingrediente secreto.
Basta con hundir un poco el cubierto para que las dudas
se disuelvan en el caldo y salga a flote la carne podrida.
Hay trozos de carne grisácea, que disfrutan profanando el
pañuelo de las “locas de la plaza” con vergonzosas consignas. Entre nosotros,
para profanaciones prefiero la del diablo de Al Pacino sumergiendo su índice en
el agua bendita hasta dejarla lista para quemarte la yerba del mate; pero
cierto es que la realidad es mucho mas grotesca que la ficción, y que el
diablo, de existir, debe ser mucho mas educado que la mayoría de los porteños.
Otros trozos de carne renegrida cumplen su sueño secreto
(o no tanto) de marchar embanderados detrás de la esvástica hitleriana. Abajo
probablemente diga algo así como “Cristina fascista y conchuda”, pero eso es solo
una excusa para montarse al ideal del bigotito recortado.
Y revolviendo, revolviendo, los porotos resultan no ser
tantos, y mirando bien la cacerola, vemos que estaba vallada para que parezca
abundante en su propia carencia.
A esta altura la espontaneidad es tan real como los reyes magos y es imposible no reconocer la torpe mano del cocinero.
Raspando el fondo para encontrar algo de sustancia, a
esta altura a nadie sorprende encontrarse con el ingrediente secreto que desde
un principio se olía.
Personalmente no entiendo que clase de hambre hay que
tener para comerse esta mierda.