
Armando Puig siempre había sido un niño ejemplar.
Su desempeño escolar siempre fué rayano con lo brillante, tanto en la educación primaria como en la secundaria; formando en esta última, parte del cuadro de honor.
Jamás había tenido problemas de conducta; incluso en ocasiones, había sido necesaria la intervención de un adulto (sus maestros o sus padres) para que el pobre Armando no sufriera el robo de sus juguetes o útiles del colegio por parte de sus pares.
Así transcurrió entonces la primer parte de la vida de Armandito, sin sobresaltos mayores que un siete en gimnasia o un pequeño cambio de palabras con sus padres por quedarse mas allá de las diez de la noche mirando tele.
Concluída su formación técnica secundaria, Armando se inscribió en la UTN para en un futuro cercano, llegar a ser un respetado ingeniero como su padre.
Luego de un ingreso brillante y ya en la carrera, una extraña sensación comenzó a expandirse en la cabeza de Armando.
Había algo que no estaba bien.
Poco a poco fué dandose cuenta de que su profesor de física era un reverendo pelotudo.
Ya con la certeza de esta realidad no tardó en reconocer que el profesor de análisis matemático y el de geometría descriptiva también lo eran.
Convencido entonces de tal realidad decidió cotejar su parecer con sus compañeros. En ese momento Armando comenzó a desesperarse: sus compañeros evidentemente conformaban un cardúmen de pelotudos.
De todas formas lo mas terrible aún no sucedía.
Un domingo de Julio, Armando se levantó a las nueve y treinta como de costumbre para desayunar y ponerse a practicar ecuaciones redox; y mientras se lavaba los dientes, reflejado en el espejo reconoció sin lugar a dudas, la cara de un flor de pelotudo.
En ese momento su cabeza le hizo “crack”, le hizo “crack, crack, crack, hasta astillar”.
Ese domingo se ocupó en elaborar un plan para dejar de ser “eso” en lo que se había convertido.
Decidió que de ahora en mas iba a dedicarse a hacer lo que le gustaba y a recuperar el tiempo perdido recreando todas esas travesuras que no había hecho de chico.
Ese lunes concurrió por última vez a la facultad y antes de irse, en un intervalo se dedicó a cambiar de lugar los útiles que sus compañeros habían dejado debajo de los pupitres.
La semana que siguió la dedicó a robarse las tapitas de las válvulas de las ruedas de todos los autos del barrio.
La conducta traviesa de Armando había llegado para quedarse.
Lo único que ocupaba su cabeza era pensar en cual sería su próximo golpe.
Así pasó por épocas en las que pateaba bolsas de basura, por otras en las que se la pasaba trepado a los árboles, o en las que escupía a los transeúntes desde la terraza.
El tiempo fué pasando y Armando se había convertido en un ser francamente indeseable.
Luego de la muerte de su padre por el disgusto; luego de haberse inscripto en la carrera de diseño gráfico y pasados ya los treinta años; Armando elaboró su plan maestro: se dedicaría a romper las bolas por el barrio con el viejo y argentino “ring-raje”.
Los siguientes dos años lo encontraron tocando timbres a diestra y siniestra, llegando a hacer el típico “bandoneón” en los porteros eléctricos de grandes edificios y quedándose a escuchar el resultado; o incluso respondiendo a algún desesperado “hola… hola!” con el soez “tu nariz contra mis bolas”.
Lamentablemente esta práctica fué la que dió fin a las andanzas de Armando.
En ocasión de ser perseguido, baldoza en mano, por un sexagenario vecino; Armando cruzó la avenida Francisco Beiró sin advertir que un once catorce de la línea ciento cuarenta y seis se arrojaba con el semáforo a su favor.
El velatorio fué a cajón cerrado, y a sala cerrada también; ya que los vecinos insistían con cremar el cuerpo in situ.
En su lápida rezan las palabras que él dejó expresadas con antelación para tal fin; quizás presintiendo que un temprano final lo acechaba: “Puto el que lee”.