
Los hombres somos todos iguales.
Básicamente desconsiderados e hipoacúsicos ante los reclamos femeninos, discapacitados de nacimiento para el manejo de un lavarropas, algo infantiles, bastante fáciles y con poco poder de concentración para cosas que no tengan que ver con el fútbol, los autos o las minas (desnudas en la medida de lo posible).
Digamos entonces, que soy un hombre (básicamente, o por lo menos es lo que declara mi perfil) y que además de aborrecer las generalizaciones casi tanto como los lugares comunes del discurso pedorro de dos dígitos frontales, puedo encuadrarme en algunos de los ítems mencionados como ley para el género que me contiene.
Desde este lugar, y con la poca autoridad que el mismo me otorga, puedo enunciar lo siguiente:
Las mujeres son todas distintas.
Y podría agregar brevemente que las mujeres son seres extraordinarios, que la naturaleza ha enviado en nuestra ayuda, para que no muramos de tristeza, de hambre, o devorados por un lavarropas automático, por citar solo algunos de los tantos peligros que nos acechan.
Podría ocupar millones de caracteres describiendo virtudes femeninas, pero a cambio voy a usar solo veintitrés para citar uno de los pocos defectos que les he detectado en casi cuarenta años de conocerlas.
Las mujeres son envidiosas.
Pero ojo, que no estamos hablando de una envidia cualquiera y miserable, de esas que somos capaces de sentir los hombres, no señor…
Las mujeres cultivan una variedad muy curiosa de la envidia que abarca solo a su propio género.
Así es que frente al hombre no existe esta “envidia femenina”, que si puede desatarse hasta alcanzar proporciones gigantescas cuando se cruzan con otra chica que tiene por ejemplo, esos zapatos que quisieron comprarse y que nunca consiguieron.
Gracias a este fenómeno, hasta la mina mas linda del mundo caerá en la ruindad de señalar con detalle y sin necesidad alguna cada arruga-grano-rollo-etcétera de cualquier virtual oponente, sin importar lo lejana que esta se encuentre de su estándar de belleza.
Así también podremos verlas perdiendo la compostura en una fiesta porque “esa conchuda que se cree; que bailotee delante de mi novio como un gato vaya y pase, pero que tenga ese vestido que está buenísimo ya no lo soporto”; para terminar luego de un par de copas de vino agarrándose de las mechas con la susodicha, confeccionando el papelón de la noche.
Obviamente que la televisión se nutre en infinidad de oportunidades de estos sucesos entre féminas, abarcando los ámbitos mas heterogéneos que podamos imaginar.
Es entonces que debemos ver con repetición estratégica, como una mujer que tiempo atrás supo formar parte de una alternativa política cuando menos interesante, dispara hoy oscuras profecías cual Nostradamus con sobredosis de cama solar, frente a cada payaso-periodista que la convoca para darle cuerda.
Porque sin pretender hacer un análisis político de los contenidos que este bizarro personaje vomita una y otra vez, es inocultable el sentimiento de envidia que la moviliza.
Lo único que piensa es “yo tendría que estar en el lugar de esa perra”.
Y lamentablemente se le nota.
Tanto como el rubio platinado o las cruces colgando de su rollizo pescuezo.
Hasta hacernos saborear el agrio gusto de la vergüenza ajena.
Es triste, pero es así, chicas.
Algún defecto tenían que tener.
Seguramente algún visionario hace ya mucho tiempo se dio cuenta de todo esto y acordó un encuentro entre dos mujeres en una pelopincho llena de barro.
Y se hizo millonario.